lunes, 18 de junio de 2012

Prácticas del Lenguaje- Para trabajar con Las mil y una noches Prácticas del lenguaje

1ºA y 1ºB 
Puertas de acceso a Las mil y una noches


Las mil y una noches son cuatrocientos cuentos populares de Oriente,  hilvanados por la historia central de la joven Scherezada. Con la frase: "Esto no es nada comparado con lo que vas a escuchar", Scherezada, hija del visir, mantiene la curiosidad del sultán e interrumpe su relato hasta la noche siguiente. El sultán tras descubrir la infidelidad de la reina, había jurado desposarse por las noches y matar a su esposa por la mañana, y así había procedido durante mucho tiempo, hasta que la hija del visir se propuso voluntariamente como esposa, ya que con su inteligencia se creía capaz de poder acabar con esta condena para las jóvenes del lugar. Al cabo de mil y una noches, el sultán, ya enamorado de Scherezada, decide perdonarla.
Scherezada, con la palabra como única arma, combate la atroz decisión del sultán, y logra salvar su vida y la de todas las mujeres del reino. De este modo, la hija del visir vence la misoginia, utilizando la razón.
Los cuentos de Las mil y una noches tuvieron origen en el S XV, en Alejandría. Luego fueron modificados en Persia y reunidos en El Cairo, aunque la historia central surgió anteriormente, en la India. El marco original, que narra la historia de Scherezada, juntos con otros cuentos, fueron traducidos del sánscrito al persa. Después se conocieron en Occidente por transmisión oral.
En 1704 Jean Antoine Galland publicó en francés el primero de los seis volúmenes de su traducción de un manuscrito árabe, llamado Las 1001 noches, e incluyó varios de los cuentos principales que componen hoy Las mil y una noches. Este libro se convirtió en el fundamento de las futuras traducciones. Entre las más famosas se encuentran las de Burton, la de Mardrus y la de Lane. Lo cierto es que esta obra de la memoria colectiva del pueblo árabe fue expurgada de acuerdo con el estilo e idioma de cada traductor.
Al igual que el Panchatantra (S IV d. C.), la más antigua antología de fábulas indias escritas en sánscrito, Las mil y una noches está estructurada sobre una historia central que sirve para dar lugar a otras historias y a la convivencia de diferentes géneros. Esta forma de reunir relatos influiría en Europa, posibilitando obras como el Decamerón, en la que Boccaccio utiliza como hilo conductor la epidemia; o los cuentos de Canterbury, donde Chaucer usa como eje el tedio de la peregrinación, para narrar otras historias; o el caso del español don Juan Manuel, en Los cuentos del conde Lucanor.
En Las mil y una noches, hay pasiones, odios, celos, amores, misoginia, etc, manifestados en personajes fantásticos y realistas. En los viajes de Simbad aparecen personajes míticos como la descomunal ave Roc y Polifemo, el gigante con un solo ojo. En el Palacio de las Lágrimas hay un príncipe encantado con la mitad del cuerpo de mármol.  Un genio, que sólo se amedentra ante el castigo de Dios, jura matar a quien lo libere de la botella. Además de infinidad de reyes, brujas, esclavos y alfombras mágicas, aparecen animales que hablan y aleccionan a sus dueños. Dar vida a objetos y animales nace de la necesidad de explicar con imágenes lo abstracto: pensamientos, sentimientos y emociones. Así, volviendo al origen de la fábula, los esclavos modificaban la verdad para juzgar y aconsejar indirectamente acerca del comportamiento de sus amos, a través de la moraleja.
En el transcurrir de la obra, a la vez que cambian las historias y la vida de los personajes, también lo hacen los narradores. El visir, el joven rey de las Islas Negras y el genio, cuentan en primera persona sus propias historias.
Acaso por la ramificación de los relatos, por el maravilloso mundo oriental que ofrece y por la expansión, Las mil y una noches parece una obra infinita. Difícilmente el lector sienta la nostalgia de llegar al final. Esto puede ser porque  esta obra aborda todos los temas imaginables e inimaginables, o porque la lectura se hace infinita, lo que es más probable.
Entre los principales cuentos de Las mil y una noches, ampliamente conocidos en Occidente, se encuentran: Aladino y la lámpara maravillosa, Alí Babá y los cuarenta ladrones, y Simbad el marino. 
Estos cuentos anónimos, transmitidos oralmente de generación en generación hasta que fueron escritos, ofrecen la sabiduría popular de Oriente acerca de todos los temas inherentes al hombre.
La fe, la muerte, la traición, el honor, recorren las páginas de la obra, en hechos que trascienden lo humano y, sin embargo, muestran que los valores vigentes son los mismos que reinaban en tiempos lejanos, más allá de Ganges.






Ahora los invito a disfrutar de algunos de los relatos que forman parte de este maravilloso libro:




Historia del mercader y el Efrit



Schahrazada dijo:

“He llegado a saber, ¡oh rey, afortunado! que hubo un mercader entre los mercaderes, dueño de numerosas riquezas y de negocios comerciales en todos los países.

Un día montó a caballo y salió para ciertas comarcas a las cuales le llamaban sus negocios. Como el calor era sofocante, se sentó debajo de un árbol, y echando mano al saco de provisiones, sacó unos dátiles, y cuando los hubo comido tiró a lo lejos los huesos. Pero de pronto se le apareció un efrit de enorme estatura que, blandiendo una espada, llegó hasta el mercader y le dijo: “Levántate para que yo te mate como has matado a mi hijo.” El mercader repuso: “Pero ¿cómo he matado yo a tu hijo?” Y contestó el efrit: “Al arrojar los huesos, dieron en el pecho a mi hilo y lo mataron.” Entonces dijo el mercader: “Considera ¡oh gran efrit! que no puedo mentir, siendo, como soy, un creyente. Tengo muchas riquezas, tengo hijos y esposa, y además guardo en mi casa depósitos que me confiaron. Permiteme volver para repartir lo de cada uno, y te vendré a buscar en cuanto lo haga. Tienes mi promesa y mi juramento de que volveré en seguida a tu lado. Y tú entonces harás de mí lo que quieras. Alah es fiador de mis palabras.”
El efrit, teniendo confianza en él, dejó partir al mercader.

Y el mercader volvió a su tierra, arregló sus asuntos, y dio a cada cual lo que le correspondía. Después contó a su mujer y a sus hijos lo que le había ocurrido, y se echaron todos a llorar: los parientes, las mujeres, los hijos. Después el mercader hizo testamento y estuvo coa su familia hasta el fin del año. Al llegar este término se resolvió a partir, y tomando su sudario bajo el brazo, dijo adiós sus parientes y vecinos y se fue muy contra su gusto. Los suyos se lamentaban, dando grandes gritos de dolor.

En cuanto al mercader, siguió su camino hasta que llegó al jardín en cuestión, y el día en que llegó era el primer día del año nuevo. Y mientras estaba sentado, llorando su desgracia, he aquí que un jeique se dirigió hacia él, llevando una gacela encadenada. Saludó al mercader, le deseó una vida próspera, y le dijo: “¿Por qué razón estás parado y solo en este lugar tan frecuentado por los efrits?”
Entonces le contó el mercader lo que le había ocurrido con el efrit y la causa de haberse detenido en aquel sitio. Y el jeique dueño de la gacela se asombró grandemente, y dijo: “¡Por Alah! ¡oh hermano! tu fe es una gran fe, y tu historia es tan prodigiosa, que si se escribiera con una aguja en el ángulo interior de un ojo, sería motivo de reflexión para el que sabe reflexionar respetuosamente.” Después, sentándose a su lado, prosiguió: “¡Por Alah! ¡oh mi hermano! no te dejaré hasta que veamos lo que te ocurre con el efrit.” Y allí se quedó, efectivamente, conversando con él, hasta pudo ayudarle cuando se desmayó de  terror, presa de una aflicción muy honda y de crueles pensamientos. Seguía allí el dueño de la gacela, cuando llegó un segundo jeique, que se dirigió a ellos con dos lebreles negros. Se acercó, les deseó la paz y les preguntó la causa de haberse parado en aquel lugar frecuentado por los efrits. Entonces ellos le refirieron la historia desde el principio hasta el fin. Y apenas se había sentado, cuando un tercer jeique se dirigió hacia ellos, llevando una mula de color de estornino. Les deseó la paz y les preguntó por qué estaban sentados en aquel sitio. Y los otros le contaron la historia desde el principio hasta el fin. Pero no es de ninguna utilidad el repetirla.
A todo esto, se levantó un violento torbellino de polvo en el centro de aquella pradera. Descargó una tormenta, se disipó después el polvo y apareció el efrit con un alfanje muy afilado en una mano y brotándole chispas de los ojos. Se acercó al grupo, y dijo cogiendo al mercader: “Ven para que yo te mate como mataste a aquel hijo mío, que era el aliento de mi vida y el fuego de mi corazón.” Entonces se echó a llorar el mercader, y los tres jeiques empezaron también a llorar, a. gemir y a suspirar.
Pero el primero de ellos, el dueño de la gacela, acabó por tomar ánimos, y besando la mano del efrit, le dijo: “¡Oh efrit, jefe de los efrits y de su corona! Si te cuento lo que me ocurrió con esta gacela y te maravilla mi historia, ¿me recompensarás con el tercio de la sangre de este mercader?” Y el éfrit dijo: “Verdaderamente que sí, venerable jeique. Si me cuentas la historia y yo la encuentro extraordinaria, te concederé el tercio de esa sangre.” 

Cuento del primer Jeique

El primer jeique dijo:
“Sabe, ¡oh gran efrit! que esta gacela era la hija de mi tío, carne de nu carne y sangre de mi sangre. Cuando esta mujer era todavía muy joven, nos casamos, y vivimos juntos cerca de treinta años. Pero Alah no me concedió tener de ella ningún hijo. Por esto tomé una concubina, qué, gracias a Alah, me dio un hijo varón, más hermoso que la luna cuando sale. Tenía unos ojos magníficos, sus cejas se juntaban y sus miembros eran perfectos. Creció poco a poco; hasta llegar a los quince años. En aquella época tuve que marchar a una población lejana, donde reclamaba mi presencia un gran negocio de comercio.
La hija de mi tío, o sea esta gacela, estaba iniciada desde su infancia en la brujería el arte de los encantamientos. Con la ciencia de su magia transformó a mi hijo en ternerillo, y a su madre, la esclava, en una vaca, y los entregó al mayoral de nuestro ganado. Después de bastante tiempo, regresé del viaje; pregunté por mi hijo y por mi esclava, y la hija de mi tío me dijo: “Tu esclava ha muerto, y tu hijo se escapó y no sabemos de él.” Entonces, durante un año estuve bajo el peso de la aflicción de mi corazón y el llanto de mis ojos.
Llegada la fiesta anual del día de los Sacrificios, ordené al mayoral que me reservara una de las mejores vacas, y me trajo la más gorda de todas, que era mi esclava, encantada por esta gacela. Remangado mi brazo, levanté los faldones de la túnica, y ya me disponía al sacrificio, cuchillo en mano, cuando de pronta la vaca prorrumpió en lamentos y derramaba lágrimas abundantes. Entonces me detuve, y la entregué al mayoral para que la sacrificase; pero al desollarla no se le encontró ni carne ni grasa, pues sólo tenía los huesos y el pellejo. Me arrepentí de haberla matado, pero ¿de qué servía ya él arrepentimiento? Se la di almayoral, y le dije: “Tráeme un becerro bien gordo.” Y me trajo a mi hijo convertido en ternero.
Cuando el ternero me vio, rompió la cuerda, se me acercó corriendo, y se revolcó a mis pies, pero ¡con qué lamentos! ¡con qué llantos! Entonces tuve piedad de él, y le dije al mayoral: “Tráeme otra vaca, y deja con vida este ternero.”
En este punto de su narración, vio Scháhrazada que iba a amanecer, y se calló discretamente, sin aprovecharse más del permiso. Entonces su hermana Doniazada le dijo: “¡Oh hermana mía! ¡Cuán dulces y cuán sabrosas son tus palabras llenas de delicia!” Schahrazada contestó: “Pues nada son comparadas con lo que os podría contar la noche próxima, si vivo todavía y el rey quiere conservarme.” Y el rey dijo para sí: “¡Por Alah! No la mataré hasta que haya oído la continuación de su historia.”
Luego marchó el rey presidir su tribunal. Y vio llegar al visir, que llevaba debajo del brazo un sudario para Schahrazada, a la cual creía muerta. Pero nada le dijo de esto el rey, y siguió administrando justicia, designando a unos para los empleos, destituyendo a otros, hasta que acabó el día. Y el visir se fue perplejo, en el colmo del asombro, al saber que su hija vivía.
Cuando hubo terminado el diván, el rey Schalhriar volvió a su palacio.


Aladino y la lámpara maravillosa

Erase una vez una viuda que vivía con su hijo, Aladino. Un día, un misterioso extranjero ofreció al muchacho una moneda de plata a cambio de un pequeño favor y como eran muy pobres aceptó.
-¿Qué tengo que hacer? -preguntó.

-Sígueme - respondió el misterioso extranjero.
El extranjero y Aladino se alejaron de la aldea en dirección al bosque, donde este ultimo iba con frecuencia a jugar. Poco tiempo después se detuvieron delante de una estrecha entrada que conducía a una cueva que Aladino nunca antes había visto.
- ¡No recuerdo haber visto esta cueva! -exclamó el joven- ¿Siempre ha estado ahí?
El extranjero sin responder a su pregunta, le dijo:
-Quiero que entres por esta abertura y me traigas mi vieja lampara de aceite. Lo haría yo mismo si la entrada no fuera demasiado estrecha para mí.
-De acuerdo- dijo Aladino-, iré a buscarla.

-Algo más- agrego el extranjero-.No toques nada más, ¿me has entendido? Quiero únicamente que me traigas mi lampara de aceite.
El tono de voz con que el extranjero le dijo esto ultimo, alarmó a Aladino. Por un momento pensó huir, pero cambió de idea al recordar la moneda de plata y toda la comida que su madre podría comprar con ella.
-No se preocupe, le traeré su lampara, - dijo Aladino mientras se deslizaba por la estrecha abertura.

Una vez en el interior, Aladino vio una vieja lampara de aceite que alumbraba débilmente la cueva. Cual no seria su sorpresa al descubrir un recinto cubierto de monedas de oro y piedras preciosas.

"Si el extranjero solo quiere su vieja lampara -pensó Aladino-, o esta loco o es un brujo. Mmm, ¡tengo la impresión de que no esta loco! ¡Entonces es un ... !"

-¡La lampara! ¡Tráemela inmediatamente!- grito el brujo impaciente.

-De acuerdo pero primero déjeme salir -repuso Aladino mientras comenzaba a deslizarse por la abertura.

-¡No! ¡Primero dame la lampara! -exigió el brujo cerrándole el paso

-¡No! Grito Aladino.

-¡Peor para ti! Exclamo el brujo empujándolo nuevamente dentro de la cueva. Pero al hacerlo perdió el anillo que llevaba en el dedo el cual rodó hasta los pies de Aladino.

En ese momento se oyó un fuerte ruido. Era el brujo que hacia rodar una roca para bloquear la entrada de la cueva.

Una oscuridad profunda invadió el lugar, Aladino tuvo miedo. ¿Se quedaría atrapado allí para siempre? Sin pensarlo, recogió el anillo y se lo puso en el dedo. Mientras pensaba en la forma de escaparse, distraídamente le daba vueltas y vueltas.

De repente, la cueva se lleno de una intensa luz rosada y un genio sonriente apareció.

-Soy el genio del anillo. ¿Que deseas mi señor? Aladino aturdido ante la aparición, solo acertó a balbucear:

-Quiero regresar a casa.
Instantáneamente Aladino se encontró en su casa con la vieja lampara de aceite entre las manos.

Emocionado el joven narro a su madre lo sucedido y le entregó la lampara.

-Bueno no es una moneda de plata, pero voy a limpiarla y podremos usarla.

La esta frotando, cuando de improviso otro genio aun más grande que el primero apareció.

-Soy el genio de la lampara. ¿Que deseas? La madre de Aladino contemplando aquella extraña aparición sin atreverse a pronunciar una sola palabra.

Aladino sonriendo murmuró:

-¿Porqué no una deliciosa comida acompañada de un gran postre?

Inmediatamente, aparecieron delante de ellos fuentes llenas de exquisitos manjares.
Aladino y su madre comieron muy bien ese día y a partir de entonces, todos los días durante muchos años. Aladino creció y se convirtió en un joven apuesto, y su madre no tuvo necesidad de trabajar para otros. Se contentaban con muy poco y el genio se encargaba de suplir todas sus necesidades. Un día cuando Aladino se dirigía al mercado, vio a la hija del Sultán que se paseaba en su litera. Una sola mirada le bastó para quedar locamente enamorado de ella. Inmediatamente corrió a su casa para contárselo a su madre:
-¡Madre, este es el día más feliz de mi vida! Acabo de ver a la mujer con la que quiero casarme.
-Iré a ver al Sultán y le pediré para ti la mano de su hija Halima dijo ella.
Como era costumbre llevar un presente al Sultán, pidieron al genio un cofre de hermosas joyas. Aunque muy impresionado por el presente el Sultán preguntó:
-¿Cómo puedo saber si tu hijo es lo suficientemente rico como para velar por el bienestar de mi hija? Dile a Aladino que, para demostrar su riqueza debe enviarme cuarenta caballos de pura sangre cargados con cuarenta cofres llenos de piedras preciosas y cuarenta guerreros para escoltarlos.

La madre desconsolada, regreso a casa con el mensaje. -¿Dónde podemos encontrar todo lo que exige el Sultán? -preguntó a su hijo.
Tal vez el genio de la lampara pueda ayudarnos -contestó Aladino. Como de costumbre, el genio sonrió e inmediatamente obedeció las ordenes de Aladino. Instantáneamente, aparecieron cuarenta briosos caballos cargados con cofres llenos de zafiros y esmeraldas. Esperando impacientes las ordenes de Aladino, cuarenta Jinetes ataviados con blancos turbantes y anchas cimitarras, montaban a caballo

-¡Al palacio del Sultán!- ordenó Aladino.

El Sultán muy complacido con tan magnifico regalo, se dio cuenta de que el joven estaba determinado a obtener la mano de su hija. Poco tiempo después, Aladino y Halima se casaron y el joven hizo construir un hermoso palacio al lado de el del Sultán (con la ayuda del genio claro esta). El Sultán se sentía orgulloso de su yerno y Halima estaba muy enamorada de su esposo que era atento y generoso. Pero la felicidad de la pareja fue interrumpida el día en que el malvado brujo regreso a la ciudad disfrazado de mercader.

-¡Cambio lamparas viejas por nuevas! -pregonaba. Las mujeres cambiaban felices sus lamparas viejas.

-¡Aquí! -llamó Halima-. Tome la mía también entregándole la lampara del genio.

Aladino nunca había confiado a Halima el secreto de la lampara y ahora era demasiado tarde.

El brujo froto la lampara y dio una orden al genio. En una fracción de segundos, Halima y el palacio subieron muy alto por el aire y fueron llevados a la tierra lejana del brujo.

-¡Ahora serás mi mujer! -le dijo el brujo con una estruendosa carcajada. La pobre Halima , viéndose a la merced del brujo, lloraba amargamente.

Cuando Aladino regreso, vio que su palacio y todo lo que amaba habían desaparecido. Entonces acordándose del anillo le dio tres vueltas.

-Gran genio del anillo, ¿dime que sucedió con mi esposa y mi palacio? -preguntó.

-El brujo que te empujo al interior de la cueva hace algunos años regresó mi amo, y se llevó con él, tu palacio y esposa y la lampara -respondió el genio.
Tráemelos de regreso inmediatamente -pidió Aladino.

-Lo siento, amo, mi poder no es suficiente para traerlos. Pero puedo llevarte hasta donde se encuentran.

Poco después, Aladino se encontraba entre los muros del palacio del brujo. Atravesó silenciosamente las habitaciones hasta encontrar a Halima. Al verla la estrechó entre sus brazos mientras ella trataba de explicarle todo lo que le había sucedido.

-¡Shhh! No digas una palabra hasta que encontremos una forma de escapar -susurró Aladino. Juntos trazaron un plan. Halima debía encontrar la manera de envenenar al brujo. El genio del anillo les proporciono el veneno.

Esa noche, Halima sirvió la cena y sirvió el veneno en una copa de vino que le ofreció al brujo. Sin quitarle los ojos de encima, espero a que se tomara hasta la ultima gota. Casi inmediatamente este se desplomo inerte.

Aladino entró presuroso a la habitación, tomó la lampara que se encontraba en el bolsillo del brujo y la froto con fuerza.

-¡Cómo me alegro de verte, mi buen Amo! -dijo sonriendo-.

¿Podemos regresar ahora?

-¡Al instante!- respondió Aladino y el palacio se elevo por el aire y floto suavemente hasta el reino del Sultán.

El Sultán y la madre de Aladino estaban felices de ver de nuevo a sus hijos. Una gran fiesta fue organizada a la cual fueron invitados todos los súbditos del reino para festejar el regreso de la joven pareja.

Aladino y Halima vivieron felices y sus sonrisas aun se pueden ver cada vez que alguien brilla una vieja lampara de aceite.

Simbad el marino

Hace muchos, muchísmos años, en la ciudad de Bagdad vivía un joven llamado Simbad. Era muy pobre y, para ganarse la vida, se veía obligado a transportar pesados fardos, por lo que se le conocía como Simbad el Cargador.
- ¡Pobre de mí! -se lamentaba- ¡qué triste suerte la mía!
Quiso el destino que sus quejas fueran oídas por el dueño de una hermosa casa, el cual ordenó a un criado que hiciera entrar al joven. A través de maravillosos patios llenos de flores, Simbad el Cargador fue conducido hasta una sala de grandes dimensiones. En la sala estaba dispuesta una mesa llena de las más exóticas viandas y los más deliciosos vinos.
En torno a ella había sentadas varias personas, entre las que destacaba un anciano, que habló de la siguiente manera:
-Me llamo Simbad el Marino. No creas que mi vida ha sido fácil. Para que lo comprendas, te voy a contar mis aventuras...
"Aunque mi padre me dejó al morir una fortuna considerable; fue tanto lo que derroché que, al fin, me vi pobre y miserable. Entonces vendí lo poco que me quedaba y me embarqué con unos mercaderes. Navegamos durante semanas, hasta llegar a una isla. Al bajar a tierra el suelo tembló de repente y salimos todos proyectados: en realidad, la isla era una enorme ballena. Como no pude subir hasta el barco, me dejé arrastrar por las corrientes agarrado a una tabla hasta llegar a una playa plagada de palmeras. Una vez en tierra firme, tomé el primer barco que zarpó de vuelta a Bagdad..."
Llegado a este punto, Simbad el Marino interrumpió su relato. Le dio al muchacho 100 monedas de oro y le rogó que volviera al día siguiente. Así lo hizo Simbad y el anciano prosiguió con sus andanzas...
"Volví a zarpar. Un día que habíamos desembarcado me quedé dormido y, cuando desperté, el barco se había marchado sin mí.
Llegué hasta un profundo valle sembrado de diamantes. Llené un saco con todos los que pude coger, me até un trozo de carne a la espalda y aguardé hasta que un águila me eligió como alimento para llevar a su nido, sacándome así de aquel lugar."
Terminado el relato, Simbad el Marino volvió a darle al joven 100 monedas de oro, con el ruego de que volviera al día siguiente...
"Hubiera podido quedarme en Bagdad disfrutando de la fortuna conseguida, pero me aburría y volví a embarcarme. Todo fue bien hasta que nos sorprendió una gran tormenta y el barco naufragó.

Fuimos arrojados a una isla habitada por unos enanos terribles, que nos cogieron prisioneros. Los enanos nos condujeron hasta un gigante que tenía un solo ojo y que comía carne humana. Al llegar la noche, aprovechando la oscuridad, le clavamos una estaca ardiente en su único ojo y escapamos de aquel espantoso lugar.

De vuelta a Bagdad, el aburrimiento volvió a hacer presa en mí. Pero esto te lo contaré mañana..."
Y con estas palabras Simbad el Marino entregó al joven 100 piezas de oro.
"Inicié un nuevo viaje, pero por obra del destino mi barco volvió a naufragar. Esta vez fuimos a dar a una isla llena de antropófagos. Me ofrecieron a la hija del rey, con quien me casé, pero al poco tiempo ésta murió. Había una costumbre en el reino: que el marido debía ser enterrado con la esposa. Por suerte, en el último momento, logré escaparme y regresé a Bagdad cargado de joyas..."
Y así, día tras día, Simbad el Marino fue narrando las fantásticas aventuras de sus viajes, tras lo cual ofrecía siempre 100 monedas de oro a Simbad el Cargador. De este modo el muchacho supo de cómo el afán de aventuras de Simbad el Marino le había llevado muchas veces a enriquecerse, para luego perder de nuevo su fortuna.
El anciano Simbad le contó que, en el último de sus viajes, había sido vendido como esclavo a un traficante de marfil. Su misión consistía en cazar elefantes. Un día, huyendo de un elefante furioso, Simbad se subió a un árbol. El elefante agarró el tronco con su poderosa trompa y sacudió el árbol de tal modo que Simbad fue a caer sobre el lomo del animal. Éste
le condujo entonces hasta un cementerio de elefantes; allí había marfil suficiente como para no tener que matar más elefantes.
Simbad así lo comprendió y, presentándose ante su amo, le explicó dónde podría encontrar gran número de colmillos. En agradecimiento, el mercader le concedió la libertad y le hizo muchos y valiosos regalos.
"Regresé a Bagdad y ya no he vuelto a embarcarme -continuó hablando el anciano-. Como verás, han sido muchos los avatares de mi vida. Y si ahora gozo de todos los placeres, también antes he conocido todos los padecimientos."
Cuando terminó de hablar, el anciano le pidió a Simbad el Cargador que aceptara quedarse a vivir con él. El joven Simbad aceptó encantado, y ya nunca más, tuvo que soportar el peso de ningún fardo...







1 comentario:

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.